Tres escuelas
coránicas se levantan en esta céntrica plaza de Samarcanda. De izquierda a
derecha, la madraza de Ulug Begh, nieto de Tamerlán, erigida en el siglo XV; la
de Tyllia Kori, en el centro, y la madraza de Sher Dor, ambas, del siglo XVII.
Legiones de escritores pronuncian el nombre de Samarcanda como si fuera un oasis mágico de cúpulas azules, un lugar de ensueño rodeado de un aura de leyenda. Sin embargo, Samarcanda existe, fue una de las capitales más importantes de la antigua Ruta de
Timur-i-Lenk
–Timur «el cojo», apodo que en Occidente se transformaría en Tamerlán–
construyó un vasto imperio cuyos límites se extendían desde Anatolia hasta el
océano Índico, y la relevancia de su figura es tal que traspasa los confines de
varias civilizaciones entre dos épocas, la medieval y la renacentista. Tamerlán
escogió Samarcanda como su capital, y pronto esta ciudad, donde confluían las
caravanas procedentes de Oriente y Occidente, con sus especias y exóticos
perfumes, acabó convirtiéndose en la residencia de una corte de leyenda.
Jarrón Ming. Siglo XV
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