domingo, 29 de diciembre de 2013

SARMANCANDA

La plaza de Rejistán


Tres escuelas coránicas se levantan en esta céntrica plaza de Samarcanda. De izquierda a derecha, la madraza de Ulug Begh, nieto de Tamerlán, erigida en el siglo XV; la de Tyllia Kori, en el centro, y la madraza de Sher Dor, ambas, del siglo XVII.



Legiones de escritores pronuncian el nombre de Samarcanda como si fuera un oasis mágico de cúpulas azules, un lugar de ensueño rodeado de un aura de leyenda. Sin embargo, Samarcanda existe, fue una de las capitales más importantes de la antigua Ruta de la Seda y se alza en la dura estepa de la Transoxiana, entre los ríos Amu Daria (Oxus, en la Antigüedad) y Sir Daria (Jaxartes), en el actual Uzbekistán. Aún hoy, debe su fama a la armoniosa disposición y belleza de las tres madrazas que se alzan en la céntrica plaza del Registán. Enfrente de esta plaza, con una mirada penetrante y fría, se encuentra la gran estatua sedente dedicada a Timur, el héroe que está indisolublemente unido al destino de la ciudad.




Timur-i-Lenk  –Timur «el cojo», apodo que en Occidente se transformaría en Tamerlán– construyó un vasto imperio cuyos límites se extendían desde Anatolia hasta el océano Índico, y la relevancia de su figura es tal que traspasa los confines de varias civilizaciones entre dos épocas, la medieval y la renacentista. Tamerlán escogió Samarcanda como su capital, y pronto esta ciudad, donde confluían las caravanas procedentes de Oriente y Occidente, con sus especias y exóticos perfumes, acabó convirtiéndose en la residencia de una corte de leyenda.




Jarrón Ming. Siglo XV


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