sábado, 4 de octubre de 2014

Nerón..el rey tirano



Mató a dos esposas y es posible que a su madre. Quizás estuvo detrás del incendio de Roma, pero desde luego no tocó la lira mientras ardía la ciudad, y algunos expertos creen que no fue tan malo como lo pintan…

Bajo la colina romana del Opio, yace enterrado parte del palacio más suntuoso que jamás se irguió en la Ciudad Eterna.
Es la Domus Aurea –la Casa de Oro–, erigida por y para Nerón. Cuando en el año 68 d.C. el universo delirante del emperador, que por entonces contaba 30 años, se vino abajo y este ordenó a un súbdito que le traspasase la garganta con un puñal (mientras espetaba entre jadeos «¡Qué artista muere conmigo!», o al menos eso cuenta la tradición), es posible que el palacio no estuviese todavía terminado. Algunos de los emperadores siguientes lo remodelaron, otros lo ignoraron, y en el año 104 Trajano reutilizó sus muros y bóvedas para dar unos buenos cimientos a sus famosas termas. El palacio sepultado quedó olvidado durante catorce siglos.
Hacia 1480 unos excavadores empezaron a trabajar en el Opio y descubrieron lo que tomaron por las ruinas de las Termas de Tito. La tierra cedió bajo los pies de uno de ellos, que aterrizó sobre un montón de escombros, y al abrir los ojos se encontró contemplando un techo todavía decorado con suntuosos frescos. La voz corrió por toda Italia. Grandes artistas del Renacimiento, como Rafael, Pinturicchio o Giovanni da Udine, se descolgaron por el hoyo para estudiar (y después reproducir en varios palacios y en el Vaticano) los profusos y repetitivos motivos ornamentales que recibirían el nombre de grutescos, precisamente en referencia a la gruta en que se había convertido la Domus sepultada. Cuanto más se excavaba, mayor era el asombro: largos pasajes de columnatas desde los que se dominaba lo que en otro tiempo fuera un gran jardín con un lago artificial, vestigios de oro y fragmentos de mármol originarios de Egipto y de Oriente Próximo que habían revestido los muros y los techos abovedados, y una espléndida sala octogonal cubierta con una cúpula, construida seis decenios antes de terminarse el tan loado Panteón de Adriano.
No va a ser fácil «rehabilitar» a un hombre que, según las crónicas históricas, ordenó la muerte de su primera esposa, Octavia; propinó a la segunda, Popea, una patada que acabó con su vida estando embarazada; urdió el asesinato de su madre, Agripina la Menor (posiblemente después de acostarse con ella); quizás asesinó a su hermanastro, Británico; ordenó a su mentor, Séneca, que se suicidase (orden que este cumplió con solemnidad); castró y desposó a un adolescente; orquestó el incendio que arrasó Roma en el año 64 y acto seguido culpó de él a los cristianos (entre ellos a san Pedro y san Pablo), que fueron detenidos y decapitados o crucificados y quemados para iluminar unos festejos imperiales. Ante semejante currículo, nadie vacilaría en afirmar que Nerón era el mal personificado. Y sin embargo…
Casi con toda seguridad, el Senado romano ordenó borrar la memoria de Nerón por motivos políticos. Tal vez porque su muerte había provocado un estallido de aflicción popular y Otón, sucesor suyo, se había apresurado a adoptar el nombre de Otón Nerón. Tal vez porque sus partidarios no habían dejado de llevar flores a su tumba, un lugar del que se decía estaba embrujado, hasta que en 1099 se erigió una iglesia so­­bre sus restos en la Piazza del Popolo. O quizá por las amenazas de «falsos Nerones» y la firme creencia de que el rey niño regresaría algún día junto al pueblo que tanto lo había amado.



«Hoy condenamos sus acciones –dice Marisa Ranieri Panetta, periodista especializada en ar­queología–. Pero pensemos en Constantino, el gran emperador cristiano: hizo matar a su primogénito, a su segunda esposa y a su suegro. Uno es un santo y el otro, un demonio. Pensemos en Augusto, que destruyó una clase dirigente a base de listas negras. Roma se convirtió en un baño de sangre, pero Augusto tuvo la habilidad de oficializar la versión de sus actos del modo que más le convino. Por eso fue grande, dicen. Yo no digo que Nerón fuese un gran emperador, pero sí mejor de lo que se decía, y de ningún modo peor que sus predecesores o sucesores.»
Panetta es una de las vehementes y cada vez más numerosas voces que invitan a revisar la figura de Nerón. Pero no todo el mundo está de acuerdo. «Esta rehabilitación, este proceso me­diante el cual un pequeño grupo de historiadores intenta transformar a unos aristócratas en caballeros, me parece una estupidez –dice el prestigioso arqueólogo romano Andrea Carandini–. Por ejemplo, varios expertos serios nos dicen ahora que el incendio no fue culpa de Nerón. ¿Y cómo iba a levantar la Domus Aurea sin el incendio? Que me lo expliquen. Fuese o no el artífice del incendio, lo que está claro es que sacó partido de él.»
Merece la pena detenerse en la lógica de Carandini: Nerón se benefició del incendio, y por consiguiente lo provocó, y esta catástrofe que dañó o destruyó 10 de las 14 regiones de Roma es un episodio crucial en la mitología neroniana. «Hasta Tácito, el detractor por excelencia de Nerón, escribe que no se sabe si el incendio de Roma fue fortuito o provocado –rebate Panetta–. La Roma imperial era un laberinto de callejuelas angostas –llenas de edificios altos con los pisos superiores de madera–. El fuego era imprescindible para alumbrarse, cocinar y calentarse. En consecuencia, prácticamente todos los empe­radores vivieron grandes incendios.» Se da también la circunstancia de que Nerón no se hallaba en Roma cuando se desató el Gran Incendio, sino en su Antium natal, el actual Anzio. En algún momento de la debacle regresó a Roma a toda prisa, y aunque parece cierto que le gustaba tocar un instrumento de cuerda llamado kithara, la primera crónica según la cual se en­tregó a ese pasatiempo mientras contemplaba cómo las llamas arrasaban la ciudad fue escrita por Dion Casio un siglo y medio después de los hechos. Tácito, contemporáneo de Nerón, escribió que el emperador ordenó que se diese cobijo a quienes hubiesen perdido su casa, ofreció incentivos monetarios a quienes estuviesen en condiciones de reconstruir la ciudad sin dilación, e implantó e hizo cumplir normativas de seguridad antiincendios…y detuvo, condenó y crucificó a los odiados cristianos. Además de apropiarse de los restos calcinados de la Ciudad Eterna para levantar en el solar su Casa de Oro.
Fuente: national geographic

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